Las furias y pasiones más intensas hacen que "nos hierva la sangre", y nada hay más innato que aquello que "llevamos en la sangre", nada más desesperante que alguien "sin sangre en las venas" ni honor que supere a "ser de sangre azul". Y aunque en la mayoría de las disputas "no llegue la sangre al río", no faltan en nuestra historia "derramamientos de sangre" que arrasan con un gran número de vidas humanas, unas veces en medio de matanzas "a sangre fría" y otras en luchas "a sangre y fuego".
La sangre, considerada como líquido vital desde antiguo, es todavía hoy protagonista de multitud de expresiones coloquiales que reflejan el valor que se concede a esta solución de plasma y células que fluye en el interior de nuestro cuerpo. Pero, ¿qué pasará cuando las transfusiones de sustitutos procedentes de otros seres vivos o de sangre artificial se extiendan y sus líquidos "corran por nuestras venas"?
Circulando por venas y arterias
"Que tu secreto pase a formar parte de tu sangre" dicen los árabes, para quienes los pactos de sangre que se llevaban a cabo ante la Kaaba de la Meca gozan de gran prestigio secular. Y es que, además de ser protagonista de expresiones populares, este líquido rojo y brillante ha estado presente en muchos ritos como símbolo de vida, a la vez que de muerte. Protección sobre la frente de los guerreros en la batalla, símbolo de fecundidad al derramarse sobre los campos de cultivo y bebida para liberar a maridos de un indeseado desamor hacia sus esposas, lo cierto es que no han faltado creencias y mitos en torno a sus propiedades a lo largo de la historia.
Tanto aprecio por este fluido no carece de sentido. La sangre, bombeada por el corazón, nutre y oxigena a todas y cada una de las células del organismo, aunque esto no estuviera tan claro al principio. De hecho, para el médico griego Galeno y sus seguidores, la sangre impulsada por el corazón circulaba por las venas para nutrir a los tejidos y depurarse en el hígado, siendo las arterias las responsables del transporte del aire (el espíritu vital), que nunca se mezclaba con la sangre. Esta concepción galénica de venas y arterias como dos sistemas independientes y separados dominó el conocimiento científico desde el siglo II hasta el siglo XVI. Fue entonces, con la irrupción del médico Miguel Servet en escena, cuando se oyó hablar por primera vez de la sangre como vehículo tanto de oxígeno como de nutrientes.
Aquel español describió como la sangre es impulsada desde la parte derecha del corazón a los pulmones. Desde allí, tras oxigenarse, regresa al corazón izquierdo para distribuir el gas por la aorta y las demás arterias a todo el organismo. Años después, a partir de los trabajos de Servet y otros, el inglés William Harvey completaba y demostraba irrefutablemente el mecanismo de la circulación en los circuitos mayor y menor, el primero para distribuir la sangre por todo el organismo y el segundo para liberar el dióxido de carbono y recargarse con oxígeno antes de iniciar de nuevo su recorrido.
Aceptada la teoría de Harvey, algunos científicos comenzaron a plantear la posibilidad de que la sangre fuera sustituida por otros líquidos como la leche o el vino. Según sus hipótesis, las "transfusiones" podrían curar ciertas enfermedades e incluso cambiar la personalidad del transfundido. Los experimentos desarrollados para comprobarlo terminaron, como es fácil imaginar, en estrepitosos fracasos. La sangre que corría por los circuitos descritos por Harvey era, sin ninguna duda, un líquido único y aparentemente irremplazable.
Un líquido con personalidad
Lo que dota a la sangre de ese carácter 'único' no es tanto su parte líquida, una mezcla de agua, sales minerales, proteínas y nutrientes que recibe el nombre de plasma, sino principalmente la células que fluyen en él. Entre ellas, son los eritrocitos, más popularmente conocidos como glóbulos rojos, los que se ocupan de una tarea clave ya mencionada: distribuir el oxígeno.
Explicado de forma sencilla, un glóbulo rojo es una célula formada por una membrana lipídica que rodea un citoplasma integrado casi exclusivamente por una proteína llamada hemoglobina. De hecho, esta célula de color grana no posee núcleo ni mitocondrias u organelas en su interior. Su extraordinaria simplicidad estructural le permite especializarse de forma muy precisa en el transporte de oxígeno de los pulmones a los tejidos y el desplazamiento de dióxido de carbono de los tejidos a los pulmones para su expulsión. Esta función primaria es llevada a cabo por la molécula de hemoglobina, que responde cargándose de oxígeno ante el aumento de presión de este gas (como ocurre en los pulmones). Cuando la presión disminuye, como sucede en los tejidos periféricos, libera su cargamento de oxígeno para 'nutrir' a las células. El mecanismo está minuciosamente regulado para garantizar su máxima eficacia.
Otro rasgo singular de la sangre es la existencia de unas señas de identidad únicas para cada individuo, representadas a través de pequeñas proteínas en las membranas de los eritrocitos que actúan como un 'carnet de identidad' sanguíneo. Las principales proteínas de este sistema no fueron descubiertas hasta comienzos del siglo XX, cuando el médico de origen australiano Karl Landsteiner describió su presencia definiendo la existencia de 4 tipos o grupos sanguíneos en los seres humanos (A, B, AB y 0). Cuarenta años más tarde de aquel primer hallazgo, el investigador descubría un nuevo factor al que se denominó Rh, que multiplicaba por dos el número de grupos sanguíneos.
Landsteiner explicó también cómo, para preservar su 'identidad', la sangre disponía de un eficaz sistema de defensa que detectaba inmediatamente la invasión de las células con proteínas extrañas mediante anticuerpos específicos que provocaban su destrucción masiva. De este modo se explicaban los fracasos en los intentos de transfundir sangre de un individuo a otro que, durante más de un siglo, habían traído de cabeza a médicos de todo el mundo. Para evitar las reacciones mortales, tan frecuentes tras las transfusiones realizadas hasta entonces, había que tener en cuenta la compatibilidad , es decir, la pertenencia de los dos individuos, donante y receptor, a un mismo 'grupo sanguíneo'.
Aquellos conocimientos hicieron posible la extensión de las transfusiones sanguíneas como procedimientos habituales en la clínica, así como la creación de bancos de sangre cuyas reservas son hoy mantenidas por millones de donantes.
En busca de sustitutos
En paralelo al continuo reclamo de donantes para mantener los bancos de sangre, los científicos se lanzaban hace ya varias décadas a la búsqueda de otras alternativas a las transfusiones de sangre de unos individuos a otros. Los motivos eran patentes. La sangre fresca necesita conservarse en condiciones especiales, y se deteriora a las pocas semanas de ser almacenada. Además, se preveía un crecimiento de la demanda superior al de la disponibilidad de sangre para transfundir. Por otro lado, a las dificultades iniciales de compatibilidad de las transfusiones se añadía la necesidad de un fuerte control para evitar posibles infecciones, algo especialmente temido desde que apareciera y se extendiera como lo hizo el virus del SIDA, en la década de los ochenta. Ante este panorama, encontrar una sangre universal, duradera y aséptica era un objetivo tan ambicioso como deseable.
Fruto de las investigaciones nacían los sustitutos de la sangre, productos artificiales con los que se pretende reemplazar total o parcialmente al líquido rojo, fundamentalmente en sus funciones de transporte y distribución de oxígeno. Los primeros intentos se realizaron con hemoglobina libre pues, al fin y al cabo, era la molécula que transportaba el oxígeno en los glóbulos rojos. Pero pronto se comprobó la 'delicadeza' de esta proteína, que sólo funcionaba correctamente cuando estaba intacta y viajaba con un 'cofactor' en el interior de las células sanguíneas. Desprovista de la célula protectora y sin su molécula ayudante era fragmentada rápidamente por enzimas en dos partes, lo que además de impedirle realizar su función la convertía en tóxica para el riñón.
Lejos de rendirse, los investigadores asumieron el reto de convertir al tetrámero de hemoglobina en una molécula estable que no se disociase y mantuviera su función. La primera vía para abordar el problema vino de la mano de la química: usando agentes que modificaban la molécula de hemoglobina actuando como 'adhesivos' capaces de mantenerla unida. Es el caso de la diaspirina, un derivado de la conocida aspirina con el cual actualmente trabajan empresas como Baxter Healthcare, cuyo sustituto sanguíneo se encuentra actualmente en fase de ensayos clínicos. Una segunda vía llegaba a través de la ingeniería genética: conocida la estructura y la secuencia de cada una de las piezas (aminoácidos) que componen la hemoglobina en estado 'salvaje', los científicos han logrado modificar la estructura añadiendo un único aminoácido que permite mantenerla estable.
Frente a estas dos opciones, basadas en el uso de hemoglobina humana y, por lo tanto, de hemoglobina extraída de sangre de un individuo, surgía una línea de investigación para la producción de hemoglobina libre a partir de material biológico procedente de otras especies. Muestra de ello son las actuales investigaciones con la hemoglobina bovina, de fácil manejo y esterilización, si bien cualquier planteamiento sobre su uso requiere un profundo control previo que elimine cualquier riesgo de infección ( zoonosis ), en especial de las enfermedades causadas por los temidos priones. Pese a todo, esta última opción es la más prometedora a largo plazo, en tanto podría cubrir una alta demanda en caso de 'escasez' de sangre humana.
En cualquier caso, los sustitutos de la sangre basados en hemoglobina, actualmente en desarrollo, han demostrado ser más eficaces que la hemoglobina nativa en la distribución de oxígeno, gozan de un mayor tiempo de conservación, no generan rechazo y ofrecen una rápida disponibilidad en casos de emergencia con total garantía de seguridad, al poder ser esterilizados, pausterizados o filtrados fácilmente en su fabricación (algo impensable con la sangre natural). Además, al conservarse fuera del refrigerador su uso se extiende a cualquier lugar o condición, incluyendo zonas de desastre, campos de batalla, situaciones de emergencia o países en vías de desarrollo y sin infraestructuras.
Pioneros en Sudáfrica
Precisamente en uno de esos países, en Sudáfrica, se producía a principios de este año un hecho histórico en el campo de los sustitutos sanguíneos. El 10 de abril se autorizaba por primera vez el uso de sangre sintética en humanos. Bajo el nombre de Hemopure, la nueva solución era aprobada por el Consejo de Control de Medicamentos de Sudáfrica, que se adelantaba así a sus homólogos en Europa y EE.UU. "La introducción de Hemopure en Sudáfrica es el primer paso de nuestra estrategia de comercialización mundial", aseguraba Carl Rausch, director de la empresa estadounidense Biopure, que ha desarrollado el producto.
Como en los ejemplos anteriores, Hemopure es una solución "portadora de oxígeno", fabricada a partir de los eritrocitos del ganado bovino. De ellos se extrae la hemoglobina, que es modificada e introducida en una solución salina. El proceso de fabricación incluye 22 pasos entre los que se han incorporado estrictos controles de seguridad para evitar cualquier posible infección, tanto bacteriana como de virus (SIDA o Hepatitis C) o de priones (Encefalopatías Espongiformes). Cada unidad final de Hemopure contiene 30 gramos de hemoglobina vacuna, ultrapurificada, disuelta en una solución salina más fluida que la sangre. Esto le permite llegar a zonas a las que, en condiciones de bloqueo de vasos sanguíneos o baja presión arterial, las células sanguíneas tienen difícil acceso.
No obstante, no debemos olvidar que la hemoglobina plasmática no es un verdadero sustituto sanguíneo: sólo imita las funciones de los glóbulos rojos al transportar el oxígeno, aunque a veces llegue a superar la capacidad natural de la sangre. Tanto el Hemopure como otros compuestos basados en la hemoglobina carecen de la facultad de coagular, al no disponer de plaquetas, o de sus funciones defensivas, desprovistos de leucocitos o glóbulos blancos. Además, su 'vida media' es breve, por lo que son aplicables por cortos períodos de tiempo (una media de 30 horas), tras los cuales se metabolizan normalmente en el organismo.
Esto ha llevado a pensar en estos "sustitutos" como productos con una función fundamental de apoyo, de gran utilidad pero sin llegar a reemplazar a la sangre natural. Los expertos prevén su uso, en dosis adecuadas, en combinación con técnicas especializadas como la extracción de sangre propia previa a una intervención quirúrgica para su posterior reinfusión, sustituyéndola durante la operación por una hemodilución normovolémica con Hemopure o alguno de los próximos productos en salir al mercado. Además de la cirugía, su uso sería especialmente útil para la asistencia a sujetos en situaciones críticas como accidentes, desastres naturales o guerras, en las que es preciso disponer rápida y abundantemente de fluido sanguíneo.
Creadores de células
Pero en temas de ciencia, como reza el proverbio, "la edad de oro nunca es la presente", y las aspiraciones de los científicos van más allá, en busca de una tercera generación de sustitutos sanguíneos que permitan 'encapsular' la hemoglobina y las enzimas que esta requiere para ejercer sus funciones en verdaderas "células artificiales". Dos opciones lideran ahora mismo esta búsqueda: la creación de vesículas lipídicas de 0'2 micras de diámetro (0'00000020 metros) y el desarrollo de nanocápsulas con membranas proteicas de polyactic, con un diámetro de 0'15 micras (0'00000015 metros). El primero de los prototipos ha sido creado por Marcel Dekker, mientras la segunda de las aproximaciones es obra de Thomas Chang.
El profesor Chang conoce muy bien los sinsabores del reto de la creación de células. Director del Centro de Investigación de Células y Órganos Artificiales y profesor de Fisiología, Medicina e Ingeniería Biomédica en la Universidad canadiense McGill, es una autoridad mundial en todo lo que a sustitutos sanguíneos y sangre artificial se refiere. Hasta tal punto que ha sido apodado como el "Julio Verne" de la investigación en esta materia.
A los 23 años, Thomas Chang ya había decidido que quería construir células sanguíneas artificiales, algo considerado entonces poco menos que una locura. Encerrado en la habitación de su residencia de estudiante, que el joven había convertido en un improvisado laboratorio, consiguió su objetivo al crear una célula de un milímetro de diámetro, con plástico como membrana y hemoglobina en su interior. Aunque aquella primera "célula artificial" era mucho mayor que los eritrocitos del organismo, se trataba del primer paso de lo que ya entonces se esbozaba como una prometedora carrera.
Efectivamente, 45 años después, Chang sigue trabajando desde el centro que el mismo dirige para perfeccionar aquel invento de juventud y convertir las células artificiales, y en particular la sangre artificial, en una herramienta fundamental para la medicina del nuevo siglo. Fruto de medio siglo de investigación han sido la invención de la hemoperfusión para tratar las intoxicaciones y los envenenamientos o la creación del hígado y el riñón artificial. Además, su técnica de microencapsulación para la creación de células se ha perfeccionado, ampliándose el número y la variedad de sustancias que pueden ser introducidas en las membranas (oxígeno, fármacos, enzimas, anticuerpos, polímeros, proteínas, células,...), así como los materiales usados para fabricar dichas membranas, tanto biológicos como sintéticos.
"Pienso en la investigación como algo que haces en tu tiempo libre - declaraba en cierta ocasión el profesor Chang, tan innovador como entusiasta en su trabajo -. Para mí es como un hobby a tiempo completo, y soy afortunado porque me paguen por hacerlo". Aunque no descarta ver cumplidos sus objetivos de crear sangre artificial para uso masivo en la clínica, su experiencia en los intentos de crear células artificiales le ha llevado a reflexionar sobre las dificultades a la hora de imitar la naturaleza."Ni siquiera somos capaces de copiar un simple glóbulo rojo", dice en voz alta. Una célula, aparentemente sin secretos para los científicos, de membrana simple y sin núcleo ni organelas ni mitocondrias, que guarda en su interior apenas un puñado de hemoglobina y cuya vida media se limita a los 45 días.
Autor: Elena Sanz | 2001
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